Wednesday 26 January 2011

Antes de atravesar el Leteo, compruebe que no viene ningún coche

Para una amiga que aún no me ha contado

Me encuentro estos días ingresado en el madrileño Hospital de La Princesa como consecuencia de una inoportuna trombosis (días enteros llevo dándole vueltas a la cuestión de si en otro contexto podrá decirse "una oportuna trombosis"). A pesar de llevar sólo unos días aquí, puedo percibir el agobio derivado de la permanencia forzosa entre cuatro paredes. El mismo día de mi ingreso una de mis primeras preguntas al personal sanitario que me atiende de manera irreprochable fue si había wi-fi disponible en el Hospital (pese a saber por el memorable post que hace unos meses publicó José Luis González Quirós en su blog que los hospitales, incluso los privados, no son un lugar propicio para hallar semejantes moderneces).

Por fortuna y gracias a la nunca bien ponderada ayuda de la compañera llegó a mis manos un modem usb, uno de esos cacharritos que andan meses agarrando polvo en una estantería de la casa. La compañera se ocupó -bendita sea- de que el invento llegara ya precargado y listo para utilizar, y gracias a ello puedo atravesar ad libitum las paredes de éste y otros edificios y comunicarme sin que la visión de la factura del teléfono móvil me cause nuevas afecciones.

Aparte de tratar de planificar en escenas una secuencia en que la wi-fi disponible en el hospital haría que todos los enfermos permanecieran absortos en sus ordenadores portátiles haciendo caso omiso de enfermeras, médicos y visitas presentes o ausentes, una de las grandes preocupaciones que me aquejan desde mi llegada al recinto es cómo apañármelas para mantener -bien que reducida a la mínima expresión- mi inveterada afición a fumar un cigarrillo de vez en cuando y compaginarla con la recién entrada en vigor ley -perdón, Ley- del tabaco. Sobre todo teniendo en cuenta que a los inquilinos con pijama azul no les está permitido abandonar el recinto si no van acompañados (una curiosa política sobre la que trataré de indagar en los días que me resten de estancia en el centro hospitalario).

Una opción evidente sería deshacerse del mencionado pijama azul, pero esto, aparte de tener poco mérito, no resulta tan sencillo en los primeros días de ingreso. Por otro lado, ventanas no faltan en salas poco concurridas o desiertas para abrirlas y, asomado al espléndido paisaje que se divisa desde la décima planta de un céntrico edificio, apurar el vicio antes de regresar, dedos y uniforme exhalando un culpable aroma, al redil con una sonrisa.

Lo más agradable no obstante, es lograr salir a la puerta principal del edificio para inhalar unas bocanadas del increíblemente contaminado aire de la capital (estos días en particular superados todos los límites de polución que establecen los organismos internacionales). Qué espléndido poder sentarse en un banco y respirar el aire frío de enero, limpio o asqueroso de aerosoles y compuestos cancerígenos, tanto da (al fin y al cabo se trata de salir a fumar, qué diantre). Aunque haya que alejarse veinte metros -un pequeño suplicio en las actuales circunstancias- de la puerta del recinto.

Y es desde esta puerta del recinto -a cuyo costado a veces se apresura uno a apurar unas rápidas caladas temeroso de que salga el guardia de seguridad a recriminarle el pijama azul y el incumplimiento de la norma- desde donde esta tarde he tenido ocasión de divisar alguno de los comercios que pueblan la acera de enfrente del hospital. Era tan interesante la sucesión de nombres sobre las puertas principales que no he podido resistirme a tomar una fotografía.





En primer lugar, el estanco, justo enfrente de la puerta del hospital. Es sabido que el gremio de los galenos alberga entre sus filas -oh contradicción- alguno de los más fervientes practicantes del nefando vicio (habiendo perdido hoy día la sodomía su carácter y prestigio de vicio nefando, es posible que el tabaco pueda reemplazarlo si continúan las intervenciones legislativas en la línea actual). El estanco es a las almas lo que la farmacia que se yergue a su costado es a los cuerpos, y no es preciso que ninguno de los dos establecimientos se encuentre de guardia para que su mera visión le reconforte a uno el espíritu pensando que para cualquier urgencia no tiene más que cruzar la calle.

Junto a la farmacia hay un pequeño establecimiento de una compañía telefónica -casualmente la que proporciona el acceso a la Red que me permitirá publicar estas líneas una vez que se adecenten un poco- que esta siempre cerrado. Y al lado de la persiana permanentemente bajada hay un comercio cuyo cartel proclama sin rubor 'Servicios funerarios'. La visión del cartel negro con letras blancas sobre el amplio escaparate desde las escaleras del hospital da pie al chiste fácil entre las acompañantes del fumador ("las fumadoras pasivas", en términos de la legalidad vigente). Nuestro fumador -un filosofo de lo cotidiano bajo el efecto de ciertas experiencias vividas en los pasillos de su planta- se queda por contra pensando en lo incierto del traverso del Leteo para todos aquellos que portan el pijama azul. Reflexionando sobre el símil entre la calle Diego de León y el Leteo -un paisaje en el que el candidato a recibir la moneda bajo la lengua sería en buena lógica el guardia de seguridad de la puerta del hospital que impide salir a los pobres internos que no llevan acompañante de algún otro color distinto al azul- nuestro fumador concluye que mejor mirar bien en todo caso antes de cruzar la calle Leteo, y que a ser posible mejor por el semáforo.


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